(EFE).- No hay ninguna excusa para el Atlético de Madrid, que cada vez que sale fuera de casa en la Liga de Campeones, salvo contadas excepciones, es un equipo menor, vulnerable, sobrepasado y acomplejado, como también lo fue este miércoles en su visita al Benfica, que lo zarandeó y devoró con el simple hecho de aprovechar los errores contrarios y contra el que ni siquiera exigió una parada de Trubin (4-0).
Ni su inversión millonaria ni el impulso de su convincente triunfo de la primera jornada contra el Leipzig en el estadio Cívitas Metropolitano ni las lecciones que debería haber aprendido ya desde hace tiempo como visitante en la máxima competición europea despertaron la reacción de un equipo cuya supervivencia en este torneo depende de forma indudable de su rendimiento a domicilio. Si no mejora, la clasificación es una quimera.
Sus visitas en la Liga de Campeones son una secuencia de decepciones. Este miércoles fue un desastre. Un despropósito impensable. No es casual que tan solo haya ganado uno de sus últimos 10 desplazamientos. Es una marca expresiva, a la que le sobran tantas explicaciones como defectos, que describe el momento del Atlético en una competición que está fuera de su control, sobre todo cuando se va fuera del Metropolitano. Al descanso, ya con 1-0 en contra, Simeone cambió a Koke, Griezmann y De Paul.
Su reencuentro con el estadio de La Luz, el escenario de aquella cruel final que perdió en la prórroga contra el Real Madrid cuando se sentía campeón en 2014, incidió en ello; en la falta de intensidad en las disputas, en su repliegue, en sus miedos en un torneo que lo ansía tanto como lo desvela y acompleja, como temeroso siempre al daño. A la caída.
Tenía buena pinta el once, en esa búsqueda de las sociedades ofensivas que proclama de forma insistente Diego Simeone casi en cada comparecencia, consciente de que su ataque aún no funciona como quiere, por más que se haya reforzado ahí con Julián Alvarez (titular combinado con Griezmann y Correa en Lisboa en un 5-2-3 que luego fue un 5-4-1, en cuanto encajó el primer tanto cumplidos los 12 minutos), o Alex Sorloth, relegado al banquillo.
Jan Oblak, con una prodigiosa mano izquierda con la que se sacudió el cabezazo franco, al borde del área pequeña y potente de Pavlidis, ya impidió el 1-0 en el minuto 7, inevitable después, por la cadena de despropósitos con la que el Atlético regaló una ocasión (y un gol) impropio de su nivel, falto de tensión, excedido de confianza y desajustado completamente. La baja de Robin Le Normand, en ese sentido, es más que notable. Daña su fortaleza.
No lanzó (o despejó) Reinildo con la potencia que debería. Fue interceptado. No peleó con la agresividad que debía Lino, que quedó en evidencia en la disputa. El rechace fue un balón que botó y ni controló ni rechazó lejos del área Koke. Y la pelota quedó en las botas de Aursnes, pero, sobre todo, para el desmarque solo de Arturkoglu, entre Witsel y Llorente, que no cerró. El internacional turco recibió el pase e hizo el resto. El gol del 1-0.
Avisado estaba el Atlético con el delantero, tres goles y dos asistencias en sus cuatro duelos que ha jugado con el conjunto luso desde su fichaje procedente del Galatasaray.
El lamento desesperado de Simeone en el banquillo, con un gesto entre la incredulidad y la incomprensión, reflejó el impacto de una jugada que retrató el partido defensivo del Atlético, inferior también en el medio campo, superado tácticamente, en el primer esquema 5-2-3 y después en el segundo, el 5-4-1, con el que reajustó el técnico al cuarto de hora. Por más movimientos, por más sustituciones, no hubo manera. El Atlético fue un fantasma.
En defensa y en ataque. El único remate de todo el partido ni siquiera fue eso. Un centro de Lino que rebotó en el larguero. No había más intención que poner el balón en el área. Y gracias, porque la última acción antes del descanso puso al Atlético aún más contra las cuerdas, en otro error tremendo atrás, que Pavlidis desaprovechó por milímetros, entre el terror y el alivio en las caras de los visitantes, a los que se le vino encima aún más tormenta.
Desde el 0-0 con el Espanyol, en la tercera jornada de LaLiga, Simeone no había intervenido con tanta contundencia en el descanso como hizo también en Lisboa. Entonces prescindió de jugadores secundarios. Hoy lo hizo de futbolistas con una jerarquía y una trascendencia indiscutible en este equipo. Fuera Koke, De Paul y Griezmann. Adentro, Gallagher, Javi Serrano y Sortloth. Una decisión triple. Una revolución. Un gol de diferencia. Ninguna solución.
Quizá cambió por una cuestión de intensidad, que se vino abajo con el penalti que terminó ya definitivamente con el Atlético. Un pisotón de Gallagher, una revisión del VAR y una pena máxima que ya fue demasiado para el conjunto rojiblanco, devorado por sus propios errores. El lanzamiento de Di María fue inalcanzable para Oblak, tirado hacia el otro lado. De no ser por el portero, instantes después habría marcado el tercero. Se lo negó Oblak.
El siguiente cambio fue la sustitución de Julián Alvarez, tan gris como todos sus compañeros, aún lejos de la versión que se espera del atacante argentino, pero también del Atlético, que agrandó la herida con el 3-0 de Bah (ya en el minuto 75, remató solo un saque de esquina, al que no atendió Gallagher en la marca).
Y todavía más con el 4-0 de Kokcu, que transformó un penalti de Reinildo contra un equipo derrotado, como tantas y tantas veces en los últimos tiempos como visitante en la Liga de Campeones. Ya ha fallado una vez. No queda margen para más. Y restan tres desplazamientos. A París, a Praga y a Salzburgo. La Champions exige mucho más. Y Oblak evitó el quinto en los instantes finales.
FUENTE: AGENCIA / EFE